En un instante mi vida se cruzó con la de Alejandro Gaviria, como se cruzó, en su juventud, con la del actual presidente Iván Duque: por casualidad. Yo era un niño de unos 5 años cuando mi familia se mudó, después de un breve paso por Cali, a un conjunto residencial en Medellín en 1983 o 1984. Ese conjunto residencial marcó mi existencia, pues allí viví cerca de 25 años más, hasta el día en que me fui a España a perseguir el doctorado.
En ese conjunto residencial vivía quien en ese momento era el alcalde de la ciudad. Sus hijos eran ya adolescentes, casi adultos, y los niños les teníamos miedo, porque creíamos que nos harían maldades. Esos hijos del alcalde eran amigos y contemporáneos de mis primos, que vivían allí mismo y luego se mudaron a otro país. Quizás por eso nunca nos hicieron nada los hijos del alcalde, o quizás era un miedo infundado, del que muchas veces hablé con Gerardo, uno de los porteros del conjunto. Gerardo recordaba con cariño a los hijos del alcalde y siempre los defendió: eran buenos como el pan, decía. De los hijos del alcalde, Pascual y Alejandro llegaron a ser muy conocidos, pero para mi siguen siendo «los hijos del alcalde» y los recuerdo por sus nombres propios aunque ninguno de ellos me recuerde en absoluto.
Hoy Alejandro quiere ser formalmente candidato a la Presidencia. Muchos años después de tenerle miedo, la candidatura de Alejandro me parece que le da un giro a la política en el país. Aunque Alejandro pertenece a un sector de privilegios (hijo de alcalde y ministro, educación de élite, ministro él mismo), a mi me parece un candidato diferente y saludable en la política de este país (característica que, creo, tienen algunos más de los aspirantes que comienzan a destapar sus cartas). No sé si tiene posibilidades electorales y no sé si votaría por él. Pero muchos años después del momento en que Alejandro me dio miedo, hoy me da esperanza.